Entré al a tina y lloré. Comencé con un sollozo. De esos que sientes que el cuerpo se comienza a calentar de manera repentina. La regadera estaba abierta al máximo. Sentía el agua más caliente de lo normal.
De pronto solté todo. Llegó un dolor en el pecho tan grande, de esos que no sabes si es físico o emocional. Me arrodillé, y con esa misma fuerza de dolor, me agarré fuerte de la bañera. Lo lindo de llorar con el agua es que no hay que secar las lágrimas; se van con ella.
Fluí. Me sentí mejor. Mucho mejor. Se fue el nudo de la garganta. Me sentí más ligera. El porqué de mi llanto: una acumulación de todo y de nada. Lo desató el video de René de Residente. Ya lo había visto antes, pero esta vez me tocó fibras que detonaron esa nostalgia y tristeza acumulada de varios días.
Pareciera que esos disparadores llegan de sorpresa, pero no, uno los busca; la emoción siempre busca su cauce. Lloré sin remordimiento y de alguna manera con alegría. De eso estoy orgullosa. Me gustó haber llorado sin culpa.
Cuántas veces escondemos el llanto en la parte más profunda de uno; como si fuera malo, escabroso y pecaminoso. Como si el sentirlo fuera debilidad. Y ahí queda, atrapado en una cajita pequeña para su energía tan hermosamente intensa.
¿Y si solo nos permitiéramos sentirlo? Así sin culpa. Sabiendo que, como todo en la vida, también pasará.
Somos seres que fluyen. ¿Te has permitido llorar sin culpa? ¿Cómo quieres dejar fluir tus hermosas y poderosas lágrimas?
Déjame saber tus comentarios. Me encantará leerte.